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Alessandro Baricco, La vía de la narración

Ojalá el nuevo año venga preñado de historias que os hagan vibrar el corazón. FELIZ AÑO NUEVO

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Taller de escritura UFM el próximo viernes 8 de septiembre

Echad un vistazo a mi próxima sesión inaugural del Club Libre de Escritura de la Universidad Francisco Marroquín: ¡estáis invitados!

https://www.meetup.com/talleres-de-escritura-en-ufm-madrid/events/295551269/

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A María Zambrano

Hay una palabra en mí 

-solo una-

que es la que he venido a decir.

A veces la veo con el rabillo del ojo

pasar huidiza,

esconderse en el corazón.

A veces

asoma a la garganta 

taponando otras palabras,

las palabras sin valor, sin importancia, 

que vienen a suplir

a esa única palabra.

A veces, si me callo,

viene a cantar en mi pecho,

me susurra eternidades,

pero intento 

reproducirla con mi voz 

y se ríe y se me escapa,

o se asusta y se me esconde,

o se enfada y se me escurre

y entonces 

la palabra indecible 

se revuelve y se violenta 

y creo que la he perdido.

Pero luego,

si no intento apaciguarla,

si soy paciente y no la espero,

y no la llamo,

y no pregunto por ella,

y apenas oso imaginarla,

entonces 

tal vez se acerca mansamente,

deja que la acaricie,

toma de mi mano

un terrón azucarado,

se arrebuja,

se arrebuja en mi regazo, 

y entiendo 

que es solamente mía,

que solo me quiere a mí,

que esta palabra

prefiere morir conmigo 

antes que permitir

ser enunciada.

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La casa Leonard (Cuentos malteses)

La casa-museo Leonard queda en una callecita de Rabat, a mano derecha según se sube a la iglesia de San Pablo, que es el corazón del pueblo. Es un edificio antiguo de piedra caliza y balcón de madera, como todos los que perfilan las estrechas calles de Rabat como si fueran cauces encerrados entre cañones de roca. Pertenece a un matrimonio británico que la compró hace años para irse a vivir a Malta y llevarse consigo todas las colecciones que habían heredado de sus respectivas familias y que ellos mismos habían ido ampliando. La casa tiene una puerta de cristal que deja ver la entrada, un timbre y un cartel con el horario. La misma propietaria la enseña, pero hoy no están ni ella ni su marido porque han ido a hacer unas gestiones a La Valetta. 

Sam, la hija de catorce años, pasa por delante de la cristalera cuando un grupo de turistas se acerca a tocar el timbre. Tiene instrucciones de no atender a nadie, pero ya la han visto, y le da vergüenza pasar de largo. Es un grupo de universitarios, dos chicos y una chica que quizá es la novia de uno de ellos. Van bien vestidos y parecen mediterráneos, del norte de Italia, piensa Sam, que está acostumbrada a adivinar de dónde son los turistas. Uno de los chicos, el más alto, de pelo castaño y rizado, le manda una sonrisa y un guiño a través de la puerta. Sam abre, dispuesta a explicarles que hoy no se hacen visitas.  

⎯Ocho euros, ¿verdad?, por persona ⎯dice el chico en inglés, aún sonriendo. La sonrisa es encantadora, de ésas un poco salvajes que tienen los chicos a una edad como la suya. Tiene acento italiano.

Sam piensa que puede quedarse veinticuatro euros para ella, si no les dice a sus padres que ha hecho la visita, así que coge el dinero y les pide los abrigos. 

⎯Yo me lo dejo⎯ dice la chica ⎯. Hace frío.

Y es verdad que hace frío: es el mes de enero y aun dentro de la casa les sale humo por la boca. 

⎯No sabía que Malta podía ser tan fría ⎯añade.

⎯Es la humedad ⎯dice Sam, y al decirlo le suena como a disculpa ⎯. Aquí no llueve casi nunca, pero el mar está por todas partes.

Sam ha visto a su madre hacer la visita cientos de veces, sabe el recorrido y las cosas que normalmente cuenta, también se acuerda de que su madre suele presentarse dando la mano, y que a los turistas les gusta eso.

⎯Soy Samanta ⎯dice ⎯. Todo el mundo me llama Sam.

El chico alto del pelo castaño y rizado se llama Favio, el otro Bruno. La chica se llama Cristina.

Sam los lleva primero a la sala que queda a la derecha de la entrada. Es un saloncito de recibir atestado de cuadros y objetos en las paredes, la colección de dagas de su padre, sillones y mesitas, y cerámica en las alacenas. Pone el calefactor nada más entran. Sabe que no hará nada: todos los techos de la casa son altos, las paredes y los suelos son de piedra y la piedra está fría y húmeda por todas partes. 

⎯Ésa es mi tía Mary ⎯dice, señalando uno de los retratos. No es capaz de recordar los títulos nobiliarios de su tía, y se azora un poco. Su madre siempre cuenta toda la genealogía, desde varios siglos atrás, todos los condes y duques y dónde estaban sus tierras, quién se casó con quién y cuántos hijos tuvieron ⎯. Era de la nobleza ⎯añade ⎯. Toda mi familia lo era.

⎯¿Está muerta? ⎯pregunta Cristina.

⎯Eso creo ⎯contesta Sam. Ninguna de las dos sabe que el retrato es del siglo diecinueve.

La sala contigua es un pequeño despacho. Allí están las colecciones de estilográficas y de escritorios portátiles. Éstos últimos son cajas de madera con una superficie para escribir forrada de cuero y por dentro están repletos de compartimentos. Su finalidad es poder ponerlos sobre las piernas cuando se va de viaje, en tren, por ejemplo, y llevar consigo todos los útiles de escritura. A Sam siempre le han gustado esos escritorios, por los montones de cajoncitos que contienen y porque muchos llevan una fina marquetería. Está explicando todo esto cuando Bruno coge una de las plumas y la abre para inspeccionar el plumín, que es muy elaborado.

⎯Deja eso, por favor ⎯le dice Sam.

Bruno hace caso, aunque tarda un poco. Le hubiera gustado probar la pluma, ver si de verdad escribe. Pero Favio le pone la mano en el brazo y le hace cerrar la pluma y devolverla a donde estaba.

La siguiente habitación es el comedor. Tiene una mesa muy larga y toda la vajilla está desplegada, como si una docena de personas fueran a comer ahora mismo. Los cubiertos son de plata y los platos son de porcelana con escenas campestres; en el centro hay grandes jarrones con arreglos florales (su madre los cambia cuando se marchitan).

⎯¿Coméis aquí? ⎯pregunta Cristina, asombrada.

⎯No. Bueno, hemos comido aquí las últimas Navidades. Mis tíos vinieron a vernos con mis primos y éramos en total unas ocho personas ⎯silencio ⎯. Fue divertido.

⎯No tu tía Mary, supongo ⎯dice Favio. Sam piensa que su sonrisa es decididamente simpática.

⎯No, no mi tía Mary, desde luego. A ella no llegué a conocerla. Mis tíos se llaman John y Elsa, y tienen tres hijos…

⎯¿Son también nobles? ⎯interrumpe Cristina ⎯. ¿Viven en un castillo? 

⎯Viven en Reading, a las afueras de Londres. En una casa de dos pisos.

Sam ha estado allí alguna vez que otra. Es una casa estrecha, y cuando van de visita Sam tiene que dormir en el salón, en un sofá cama. Decide no contar nada de todo eso.

El comedor tiene ventanales a un patio interior al que rodea toda la casa. Resulta oscuro en esta época del año, pero en verano es decididamente fresco.

⎯Es romántico ⎯dice Bruno, cogiendo a Cristina por la cintura. Cristina se arrebuja contra el jersey de Bruno, tratando de calentarse. 

⎯¿Por qué vivís en una casa como ésta? ⎯dice ⎯¿Todos viven así en Malta?

⎯Todos no. Hay también chalés modernos. Mi amiga Carla vive en uno de ellos.

Carla es su mejor amiga del colegio. A Sam le gusta ir a verla. Tiene una casa cómoda y práctica. Incluso hay una piscina en la parte trasera, en el jardín comunitario. 

Suben la escalera para ver la parte de arriba. Bruno lleva de la mano de Cristina, y Sam y Favio van detrás de ellos. Si Favio también le diera la mano, Sam no haría nada para apartarla.

En el salón principal hay una gran chimenea y en torno a ella un grupo de sofás. Bruno y Cristina van a sentarse directamente. Sam sabe que eso no es habitual, pero no se atreve a decir nada. Bastante es que ha hecho que Bruno deje en paz la pluma, antes. El salón es luminoso, y a Sam le gusta. Es allí donde está el balcón que da a la calle, el balcón de madera que por fuera está pintado de rojo (cada balcón de la calle es de un color diferente, y eso hace con la piedra dorada un bonito contraste). Tampoco el salón lo usan a menudo, y la última vez que han encendido la chimenea ha sido con la visita de sus tíos. La encendió el tío John a insistencia de la tía, y luego su madre, cuando ya se habían marchado, estuvo quejándose por tener que limpiarla.

En casa de Carla también hay una chimenea, y ellos sí la usan a diario. Algunas veces hasta asan castañas en ella.  

Bruno se acuclilla sobre la cesta de troncos, valorando cuáles hacen mejor fuego.

⎯No, por favor ⎯le ruega Sam, que ha adivinado sus intenciones. ⎯Nunca encendemos la lumbre. Mi madre no quiere, se enfadará mucho cuando vuelva.

⎯Pero hace frío ⎯se queja Cristina. 

⎯Puedo traer una manta.

⎯¿Puedes hacernos un café caliente?

Sam no sabe qué decir. Las visitas no suelen quedarse tanto tiempo. Normalmente miran y se van. No se sientan en los sofás. No piden café. 

Favio está mirando hacia la calle a través del balcón de madera. El sol de enero ilumina sus rizos castaños. Gira la cabeza, y cuando mira a Sam sus ojos tienen reflejos verdes.

⎯Te lo pagaremos aparte ⎯aclara.

Sam lleva unas mantas y les dice que les hará café si esperan un rato. Cruza la puerta que está al otro lado del salón y que da a la parte habitada de la casa. Allí están la cocina y los dormitorios de sus padres y de ella. Hay también una sala que es la que usan a diario, más funcional, y toda esa parte tiene estufas eléctricas que mantienen la zona templada.

Está poniendo la cafetera cuando por la cocina aparece Favio.

⎯No deberías estar aquí ⎯le dice, no muy segura.

⎯¿Molesto?

La sonrisa de Favio es de verdad encantadora.

⎯No es eso. Es que a mis padres no les gustaría. Esta parte no se enseña.

⎯Pero no me la estás enseñando. Sólo he venido a ayudarte.

Favio abre la nevera y saca una botella de leche. Luego se pone a abrir armarios en busca de las tazas.

⎯Aquí ⎯dice Sam, abriendo el armario que está delante de Favio. 

Favio se da la vuelta y queda muy cerca de Sam, su cabeza por encima de la de ella, la de ella a la altura de su pecho. Favio levanta la barbilla de Sam para obligarla a mirarlo a los ojos. Y vuelve a sonreir, y Sam no sabe qué interpretar con esa sonrisa. 

⎯¿Así que aquí es donde hacéis el día a día?

La cabeza de Cristina aparece por la puerta de la cocina:

⎯Aquí se está más calentito.

Cristina desaparece de nuevo como un gato y Sam ve cómo se dirige a su cuarto. Abre la puerta y se cuela en la habitación de Sam sin ningún decoro.

⎯¡Qué bonito! ⎯grita desde dentro.

El dormitorio de Sam es el único que está empapelado. Tiene paredes de flores rosas y una gran cama en el centro llena de peluches de animales. Al otro lado una ventana da a la calle, y el sol entra de lleno sobre la cama. Pero Sam lo tiene siempre desordenado, y hoy también su ropa se esparce por la mesa y la silla, se amontona en las esquinas y llena el suelo. Cristina se lanza sobre la cama, como queriendo zambullirse entre peluches; Favio y Bruno se quedan mirando en torno: las flores rosas de las paredes, que en este instante a Sam le parecen, por primera vez, cursis, los juguetes que aún tiene de cuando era niña, y la ropa, toda la ropa desperdigada por todas partes, incluida la ropa interior, la limpia y la sucia mezcladas, las bragas y los sujetadores. La luz a través del cristal ilumina todo, lo deja todo expuesto. Y hace calor aquí dentro, un calor asfixiante.

⎯¡Fuera! ⎯grita Sam ⎯¡Fuera! ⎯Y los ojos se le llenan de lágrimas de rabia.  

⎯¿Por qué? ⎯dice Cristina, que se ha echado encima los peluches de Sam y está medio cubierta por ellos ⎯. Se está bien aquí. Y no nos has dado el café todavía.

Sam empieza a amontonar la ropa con prisa, quiere quitarla de en medio, esconderla debajo de la cama. Pero está sollozando y no puede contenerse. Favio la coge del brazo y la lleva fuera del cuarto.

⎯Ven ⎯le dice ⎯. Déjalos solos. Vamos a sentarnos a otro lado. ¿Es ésta la habitación de tus padres?

Sam asiente, y entran. Qué más da, ya lo han visto todo. No queda nada más que esconderles. Han visto sus cosas, su cuarto, sus juguetes de niña pequeña, sus flores cursis en las paredes, su cama. Incluso han visto sus bragas. La suciedad de sus bragas. 

La habitación de los padres es un dormitorio de mayores. Allí no hay nada de lo que avergonzarse. Ojalá hubiera entrado allí Cristina. Si se hubiera tumbado en la cama de sus padres, Sam cree que no le habría importado. Tiene una colcha muy bonita, realmente es una habitación que puede enseñarse. 

Sam y Favio se sientan en el borde de la cama.

⎯Lo siento ⎯dice Favio ⎯. Mis amigos pueden ser un poco maleducados. 

⎯No importa ⎯dice Sam. Si tan solo Favio no hubiera visto las bragas.

⎯¿Te gusta vivir aquí?

Sam se encoge de hombros.

⎯Vivís de enseñar la casa, ¿verdad?

Sam asiente. Es la primera vez que alguien le dice eso. Nunca lo había pensado de esa manera, y no le gusta la sensación que le produce. 

⎯¿Sois de verdad nobles?

Sam se encoge de hombros.

⎯Oye, es una casa bonita. Gracias por habérnosla enseñado.

Sam levanta la cabeza. Mira los ojos de Favio, con reflejos verdes, y espera su sonrisa. Pero Favio no sonríe. Sólo mira a Sam con tristeza, tal vez con lástima. Una niña que se gana la vida enseñando su casa. Eso cree Sam que piensa Favio. Se siente ridícula. Se da lástima.

Entonces Favio se levanta y va a buscar a los otros. Todos bajan la escalera callados. Sam les da sus abrigos. Favio saca diez euros de la cartera. 

⎯Por el café –le dice.

⎯Pero si no lo habéis tomado…

Favio pone el dinero en la mano de Sam y le cierra la palma.

⎯Quédatelo ⎯le dice.

⎯¿Vais a volver?

⎯¿Aquí? No ⎯esta vez la sonrisa parece de burla, cruel ⎯. Todavía nos quedan por ver muchas cosas. Además, ya nos vamos mañana.

Sam los ve salir a través de la puerta de cristal. Al cerrar tras de sí, Favio sonríe a Sam por última vez. Favio no sabe aún qué efecto tiene su sonrisa, aún es joven para saberlo, aún más para utilizarla de una manera consciente.

Se van, sin más, naturalmente.

Sam se queda sola en mitad de la entrada. Luego va al despacho, coge la pluma que ha abierto Bruno. La llena de tinta. Presiona el plumín sobre su antebrazo. El canal se abre soltando un chorro de tinta negra. Sigue presionando. Presiona hasta que la punta del plumín se le clava en la carne y la tinta se mezcla con su sangre. La tinta negra con su sangre roja. La sangre nobiliaria de tantas generaciones y la tinta de la pluma heredada, la mezcla de tinta y sangre mancha su brazo y cae sobre la alfombra. Luego va a la habitación contigua, se sube a un taburete, y restriega sobre el retrato de su tía Mary la herida abierta de su brazo ensangrentado.

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Hermanos

Ya tienen ellos una intimidad que se me escapa, 

que anuda alianzas que a mí me son ajenas. 

Sus juegos desde niños actuaron de cimientos 

aunque eran por entonces inocentes y triviales. 

Y un día el manguito con el que ensamblé su infancia 

se romperá y tal vez el cariño haya fraguado: 

Entonces pensaré que mi trabajo está completo

y enfrentarán el mundo espalda contra espalda;

o quizás otras banderas les arranquen lealtades

y se miren a los ojos, y no se reconozcan. 

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